Recorro con la vista
cada rincón de la habitación. Trato de poner orden a mis
sentimientos. A los pensamientos que cruzan por mi mente a una
velocidad mayor de la que soy capaz de procesar. Estoy tratando de
tomar decisiones. Qué hacer a partir de ahora con esta vida en la
que tú ya no estás. Respiro hondo y aún me llega tu aroma desde
las sábanas que hace tan solo unas horas he compartido contigo.
Estás aquí. Sigues aquí. Y yo trato de sacarte de mente. De mi
vida ya no. Te has ido. Esta vez es para siempre.
Busco mis
cuadernos perfectamente apilados sobre la mesa casi en el mismo lugar
en el que tú los has dejar después de poner en orden mi caos. Me
alivia pensar que ahora me podré refugiar en el trabajo. Ya no habrá
excusas ni distracciones. No será necesario tener la cabeza en
cuatro lugares a la vez porque sólo queda estar en el que estoy.
Me dirijo a la
mesa con la poca fuerza que me queda. Enciendo el portátil y de
nuevo miro a mi alrededor intentando decidir en qué proyecto me voy
a perder hasta que se cure este vacío que siento. Este dolor que la
lógica me dice que pasará pero que ahora mismo no sé cómo
gestionar. Mi mente piensa en el trabajo, en el orden y en la rutina.
Mi corazón vuelve una y otra vez a ti. A saber que ya no estás. Que
no hay ni si quiera un mañana y que al recurrir al ayer es todo lo
que me queda.
Pienso de nuevo en
el trabajo e intento teclear una frase coherente. Algo que me ayude a
arrancar. De nuevo mis ojos se van hacia los objetos que hay sobre la
mesa. Los cuadernos que fabricamos durante el verano, los
marcapáginas de una mañana de Navidad, un bote lleno de bolígrafos,
una pluma, un tintero, un cuaderno hecho sólo para mí.
Vuelvo a ti. Te
has ido pero aquí estás. Vives. Siempre.
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