Durante toda la mañana la
estuviste provocando de aquella forma única y tan tuya. Una palabra
fuera del contexto habitual pero cargada por completo de sentido e
intención, deseos intercalados en medio de una conversación de lo
más trivial. Una y otra vez la buscabas. Ella mantenía una actitud
más que distante. No es que se estuviera resistiendo sino que sentía
cierta curiosidad por saber hasta dónde eras capaz de llegar para
satisfacer el orgullo que siempre te ha producido sentirte, saberte a
sus pies.
A medida que avanzaban
las horas tanto tu deseo como las insinuaciones se iban haciendo cada
vez menos obvias aunque aquello no logró que su actitud cambiara en
lo más mínimo. Sin embargo cuando pensabas que todos tus esfuerzos
habían sido en vano ella apareció justo detrás de ti. El calor de
su aliento justo sobre tu nuca hizo que te estremecieras por completo
al tiempo que te recordó, una vez más, que no podías jugar con
ella. Porque aunque no lo pareciera, aunque tratara de disimular, de
jugar a despistarte e incluso hacerte creer que no te escuchaba, en
el fondo sabías que estabas equivocada. Ella siempre estaba ahí. Te
escuchaba. Te observaba. Te analizaba. Te tenía su merced como en
aquel mismo instante en el que estabas empezando a sentir cómo sus
uñas se deslizaban y te arañaban el amplio espacio que separa tu
nuca del final de tu espalda.
Y tú no sabías bien
cómo actuar. Si debías mostrar o no todo el deseo que ya no solo
era palpable en tu interior sino que también era más que visible en
el exterior. Aquella piel erizada, tu respiración entrecortada...
Aquellos gemidos leves que ibas dejando escapar a medida que notabas
sus uñas clavándose en cada centímetro de tu piel. Pero sobre todo
lo que te iba a ser imposible de ocultar era aquella humedad que se
extendía hacia el interior de tus muslos y que amenazaba de un modo
exquisito con inundarte por completo. Ahora era ella quien tenía el
poder. Lo sabías. Era ella quien te tenía por completo a su merced.
Lo deseabas tanto...
Toda tu piel se erizó de
nuevo y un calor intenso nacía en tu garganta para, poco a poco, ir
a concentrarse justo ahí. En tu sexo. Te estremecías como nunca y
ni si quiera la habías visto. No podías ni pensar en el instante en
que ella se pusiera frente a ti. Pero tampoco querías dejar de
sentirla sobre tu cuerpo. Aunque fueran sus uñas realizando una y
otra vez el mismo recorrido sobre tu espalda. Sabías perfectamente
lo que estaba haciendo. Te marcaba. Eras suya. Podía hacer contigo
lo que quisiera. Aquello te excitaba aún más.
Aunque todavía te
costaba entender determinadas cosas que chocaban directamente con tu
forma de pensar, en aquel instante no podías desear ninguna otra
cosa más. Querías ser suya. Querías que hiciese contigo lo que
quisiera porque en su placer estaba el tuyo. En cumplir sus órdenes
estaba tu voluntad. Apenas eras ya capaz de controlar todo el placer
contenido entre tus muslos.
Dejaste de sentir sus
uñas sobre tu espalda. Te agitaste. No querías que parara pero
también sabías que no eras nadie para pedirle nada. Ella haría
contigo lo que quisiera. En el fondo estabas casi convencida de que
todo lo que haría sería buscar tu placer porque eso es precisamente
lo único que le preocupa, que incluso le obsesiona.
Por fin se colocó justo
delante de ti. Podías ver el cinturón de cuero de sus pantalones.
Inspiraste fuerte y el aroma de la piel te transportó a otro lugar,
a otro momento junto a ella. Un gemido se escapó de tu boca cuando
empezaste a notar cómo te acariciaba el pelo. Seguiste sin moverte.
No podías. No querías. De repente ella se alejó de ti y caminó
hacia el otro lado de la habitación. No querías levantar la vista
aunque te morías de ganas de saber qué estaba haciendo. La oíste
caminar de nuevo. Colocó una silla frente a ti y entonces pudiste
escuchar su voz por primera vez desde que había aparecido en la
habitación.
“Mírame”. Su voz era
clara. Firme. Tú te deshacías por dentro y también por fuera
porque el simple hecho de escucharla había producido una sacudida
por todo tu cuerpo. Como no podía ser de otro modo tú obedeciste su
orden. Deseabas cualquier cosa que ella quisiera. Así, con las
mejillas encendidas por una mezcla de vergüenza y deseo, acataste su
orden. La miraste a aquellos ojos que tan bien conocías y en los que
te habías perdido cientos de veces.
Durante varios segundos
entraste en pánico. No conseguías adivinar qué era lo que quería.
Pero ella no estaba dispuesta a pronunciar ni una sola palabra más.
Sólo seguía mirándote a los ojos. Respiraste de nuevo todo lo
profundo de lo que fuiste capaz en un vano intento por serenarte.
Pero tu cuerpo iba por libre. La piel se volvía a erizar sola.
Sentías los pezones tan duros que incluso te dolían. Pero no
pronunciaste ni una sola palabra porque poco a poco estabas empezando
a entender el placer que se escondía tras determinadas dosis de
dolor.
Ella te seguía mirando y
tú eras incapaz de controlar el hormigueo que sentías en el centro
de tu sexo. Casi al borde de la desesperación fue cuando recordaste,
cuando entendiste aquello de lo que habíais hablado mil veces. Su
placer era el tuyo. Te costaba entenderlo. Te lo habías cuestionado
casi desde el principio. Pero no allí ni en aquel instante.
Seguías pegada a su
mirada y con un gesto apenas perceptible separaste un poco los
muslos. Sabías que ella lo quería. Que estaría contigo. Que no te
dejaría sola. De nuevo aparecía aquella sacudida que llenaba cada
parte de tu cuerpo. Aquella piel erizada. Aquel sexo completamente
mojado y que te suplicaba que dejaras salir todo el placer que
estabas controlando. Durante un instante ella sonrió sin dejar de
mirarte. Te sentías más suya que nunca. Sabías que aquel era el
momento. Que ya no había un ella, un tú. Había un vosotras.
Entonces fue cuando te sorprendiste al escuchar tus propios jadeos.
Pero no te importó. Tampoco te avergonzó lo más mínimo. Más bien
al contrario. Te excitó aún más al tiempo que te emocionó porque
estabas siendo capaz de aceptar tus deseos más ocultos.
No podías más. Sentías
que te rompías. Seguías mirándola. Todo estaba claro. No había
más. Así te abandonaste al placer, a tu deseo, a su voluntad.
Le diste.
Te dio
Os disteis
3 comentarios:
Te están plagiando.
Lo sé. Muchas gracias. Ya se están tomando las medidas pertinentes:)
This is great!
Publicar un comentario