14 enero 2013

Un bondage con la mirada


Durante toda la mañana la estuviste provocando de aquella forma única y tan tuya. Una palabra fuera del contexto habitual pero cargada por completo de sentido e intención, deseos intercalados en medio de una conversación de lo más trivial. Una y otra vez la buscabas. Ella mantenía una actitud más que distante. No es que se estuviera resistiendo sino que sentía cierta curiosidad por saber hasta dónde eras capaz de llegar para satisfacer el orgullo que siempre te ha producido sentirte, saberte a sus pies.

A medida que avanzaban las horas tanto tu deseo como las insinuaciones se iban haciendo cada vez menos obvias aunque aquello no logró que su actitud cambiara en lo más mínimo. Sin embargo cuando pensabas que todos tus esfuerzos habían sido en vano ella apareció justo detrás de ti. El calor de su aliento justo sobre tu nuca hizo que te estremecieras por completo al tiempo que te recordó, una vez más, que no podías jugar con ella. Porque aunque no lo pareciera, aunque tratara de disimular, de jugar a despistarte e incluso hacerte creer que no te escuchaba, en el fondo sabías que estabas equivocada. Ella siempre estaba ahí. Te escuchaba. Te observaba. Te analizaba. Te tenía su merced como en aquel mismo instante en el que estabas empezando a sentir cómo sus uñas se deslizaban y te arañaban el amplio espacio que separa tu nuca del final de tu espalda.
Y tú no sabías bien cómo actuar. Si debías mostrar o no todo el deseo que ya no solo era palpable en tu interior sino que también era más que visible en el exterior. Aquella piel erizada, tu respiración entrecortada... Aquellos gemidos leves que ibas dejando escapar a medida que notabas sus uñas clavándose en cada centímetro de tu piel. Pero sobre todo lo que te iba a ser imposible de ocultar era aquella humedad que se extendía hacia el interior de tus muslos y que amenazaba de un modo exquisito con inundarte por completo. Ahora era ella quien tenía el poder. Lo sabías. Era ella quien te tenía por completo a su merced. Lo deseabas tanto...
Toda tu piel se erizó de nuevo y un calor intenso nacía en tu garganta para, poco a poco, ir a concentrarse justo ahí. En tu sexo. Te estremecías como nunca y ni si quiera la habías visto. No podías ni pensar en el instante en que ella se pusiera frente a ti. Pero tampoco querías dejar de sentirla sobre tu cuerpo. Aunque fueran sus uñas realizando una y otra vez el mismo recorrido sobre tu espalda. Sabías perfectamente lo que estaba haciendo. Te marcaba. Eras suya. Podía hacer contigo lo que quisiera. Aquello te excitaba aún más.
Aunque todavía te costaba entender determinadas cosas que chocaban directamente con tu forma de pensar, en aquel instante no podías desear ninguna otra cosa más. Querías ser suya. Querías que hiciese contigo lo que quisiera porque en su placer estaba el tuyo. En cumplir sus órdenes estaba tu voluntad. Apenas eras ya capaz de controlar todo el placer contenido entre tus muslos.

Dejaste de sentir sus uñas sobre tu espalda. Te agitaste. No querías que parara pero también sabías que no eras nadie para pedirle nada. Ella haría contigo lo que quisiera. En el fondo estabas casi convencida de que todo lo que haría sería buscar tu placer porque eso es precisamente lo único que le preocupa, que incluso le obsesiona.

Por fin se colocó justo delante de ti. Podías ver el cinturón de cuero de sus pantalones. Inspiraste fuerte y el aroma de la piel te transportó a otro lugar, a otro momento junto a ella. Un gemido se escapó de tu boca cuando empezaste a notar cómo te acariciaba el pelo. Seguiste sin moverte. No podías. No querías. De repente ella se alejó de ti y caminó hacia el otro lado de la habitación. No querías levantar la vista aunque te morías de ganas de saber qué estaba haciendo. La oíste caminar de nuevo. Colocó una silla frente a ti y entonces pudiste escuchar su voz por primera vez desde que había aparecido en la habitación.

“Mírame”. Su voz era clara. Firme. Tú te deshacías por dentro y también por fuera porque el simple hecho de escucharla había producido una sacudida por todo tu cuerpo. Como no podía ser de otro modo tú obedeciste su orden. Deseabas cualquier cosa que ella quisiera. Así, con las mejillas encendidas por una mezcla de vergüenza y deseo, acataste su orden. La miraste a aquellos ojos que tan bien conocías y en los que te habías perdido cientos de veces.

Durante varios segundos entraste en pánico. No conseguías adivinar qué era lo que quería. Pero ella no estaba dispuesta a pronunciar ni una sola palabra más. Sólo seguía mirándote a los ojos. Respiraste de nuevo todo lo profundo de lo que fuiste capaz en un vano intento por serenarte. Pero tu cuerpo iba por libre. La piel se volvía a erizar sola. Sentías los pezones tan duros que incluso te dolían. Pero no pronunciaste ni una sola palabra porque poco a poco estabas empezando a entender el placer que se escondía tras determinadas dosis de dolor.

Ella te seguía mirando y tú eras incapaz de controlar el hormigueo que sentías en el centro de tu sexo. Casi al borde de la desesperación fue cuando recordaste, cuando entendiste aquello de lo que habíais hablado mil veces. Su placer era el tuyo. Te costaba entenderlo. Te lo habías cuestionado casi desde el principio. Pero no allí ni en aquel instante.

Seguías pegada a su mirada y con un gesto apenas perceptible separaste un poco los muslos. Sabías que ella lo quería. Que estaría contigo. Que no te dejaría sola. De nuevo aparecía aquella sacudida que llenaba cada parte de tu cuerpo. Aquella piel erizada. Aquel sexo completamente mojado y que te suplicaba que dejaras salir todo el placer que estabas controlando. Durante un instante ella sonrió sin dejar de mirarte. Te sentías más suya que nunca. Sabías que aquel era el momento. Que ya no había un ella, un tú. Había un vosotras. Entonces fue cuando te sorprendiste al escuchar tus propios jadeos. Pero no te importó. Tampoco te avergonzó lo más mínimo. Más bien al contrario. Te excitó aún más al tiempo que te emocionó porque estabas siendo capaz de aceptar tus deseos más ocultos.

No podías más. Sentías que te rompías. Seguías mirándola. Todo estaba claro. No había más. Así te abandonaste al placer, a tu deseo, a su voluntad.

Le diste.

Te dio

Os disteis

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Te están plagiando.

mireias32 dijo...

Lo sé. Muchas gracias. Ya se están tomando las medidas pertinentes:)

Preston dijo...

This is great!